Mauricio Merino
No me gustan las fiestas navideñas. Nunca me han gustado. Desde muy joven tuve la certeza de que había algo falso en ellas: las luces excesivas, los arbolitos con esferas espantosas, los santacloses de toda índole (incluso flacos engordados con cojines), los reyes magos zarrapastrosos con su negro de betún y su camello de cartón o los infumables villancicos que empiezan a sonar por todas partes desde finales de noviembre (“pero mira cómo beben los peces en el río…”).
Comprendo que el pueblo mexicano es católico y cristiano en abrumadora mayoría y que estas “fiestas” están profundamente arraigadas en nuestra cultura. Pero hay quienes me han tratado de persuadir sobre la importancia de celebrar la sola existencia de estos días de paz, armonía y reflexión en torno de la imagen del pesebre donde habría nacido el Mesías. ¿Cuál paz? Pregunto. ¿De qué armonía me están hablando? Desde que descubrí la figura universal del Grinch allá por los noventas (que, hoy me entero, fue animado la primera vez por Boris Karloff en 1966) me sentí muy cerca de ese personaje enemigo de toda esta patraña que no tiene otro asidero que el estrictamente comercial.
Ni nos queremos más, ni nos llevamos mejor, ni reflexionamos sobre la paz y la armonía, ni somos más amables, ni menos violentos, ni menos corruptos, ni menos egoístas y tramposos. Usted perdone. En estas navidades, en particular, estamos presenciando el genocidio de Gaza orquestado por el gobierno de Israel en contra de los palestinos que reclaman su derecho a existir, así como lo hicieron sus agresores al final de la Segunda Guerra. Tal como lo escribió hace poco Pankaj Mishra, el escritor hindú que ya nos había advertido sobre la expansión de la “Edad de la Ira” que está marcando nuestros días, la “Shoah”, conocida aquí como el Holocausto cometido por los nazis contra los judios, no puede justificar la misma conducta contra ningún otro pueblo del mundo. Sin embargo, en aquellos lugares donde se situó el origen del mito de la Navidad, hoy se está viviendo un infierno.
No es el único ni tiene caso hacer recuentos, porque en México estamos viviendo el nuestro mientras organizamos la cena y contamos uvas para mañana. Gracias al artículo de Alberto Aziz Nassif, publicado el pasado 17 de diciembre en estas páginas, caigo en cuenta de que “México es el cuarto lugar mundial en conflictos armados”, solo después de Gaza, Birmania y Siria. ¿Cómo celebrarán la Navidad las familias de las víctimas de esa violencia cruda y cruel que nos está asfixiando? ¿Cómo lo harán madres y los padres de las decenas de miles de jóvenes desaparecidos y reclutados por las organizaciones criminales que ya se han convertido en el quinto empleador más importante del país? ¿Cómo lo harán los casi 47 millones de personas que viven en pobreza y los 10 millones que sobreviven en pobreza extrema? ¿Tendremos que felicitarnos mutuamente si los grupos armados mexicanos que se disputan Sinaloa, Chiapas, Tabasco, Michoacán y etcétera deciden darse una tregua para comer pavo en la noche de este martes 24?
Noche de Paz, Noche de Amor, solamente para quienes cumplan cuatro condiciones: que pueden pagarla, comprarse gorros rojos y repartirse regalitos; que no hayan sido víctimas de asesinatos, extorsión o desaparición forzada de ninguno de sus familiares; que no vivan a salto de mata por la violencia de su entorno, con el riesgo de perder la vida mientras se trasladan a la casa de los abuelos donde suele reunirse la familia; y que tengan suficiente fe como para seguir creyendo que algo cambiará gracias al “espíritu navideño” de esta semana. Entiendo a los detractores de esta posición: la gran mayoría adora estas celebraciones y eso basta para arrodillarse. Es el mismo argumento que hemos escuchado muchas veces.